HOMENAJE
¿Qué régimen particular de duelo encuentran los psicoanalistas cuando muere su analista? Al rendir homenaje a Gérard Pommier, fallecido en agosto y de quien fue analizante, Silvia Lippi interroga el duelo que hacemos por nuestro analista fallecido y el duelo que hacemos como analistas. Duelo particular cuando es el de un analista con el que se ha terminado su análisis, porque es en definitiva un segundo duelo, un duelo último.
Simone de Beauvoir dijo que había tenido una buena vida porque había cumplido casi todos los deseos de su infancia. En lo que a mí respecta, no he cumplido ninguno de mis deseos de infancia. ¿Tengo una vida fea ante mis propios ojos? No.
Si no siento que he perdido mi vida, me parece que se lo debo a mi encuentro con Gérard Pommier, que fue mi analista durante muchos años. Durante este análisis, descubrí que estos deseos fueron construidos inconscientemente para permanecer insatisfechos – y aprendí a inventar otros, incluido el de convertirme yo misma en analista. Una vida psicoanalítica es quizás una vida cuya belleza se funde con el duelo por los deseos de hijos: Gérard Pommier me devolvió la belleza de mi vida.
Gérard Pommier murió el 1 de agosto de 2023. Para mí, como para muchas otras personas en el mundo psicoanalítico, es una pérdida inestimable. Sus escritos y enseñanzas han sido muy influyentes en nuestra comunidad. Fue sin duda uno de los psicoanalistas más leídos de su generación, quizás el más traducido. Es uno de los primeros que rompió con el lenguaje mimético del entorno lacaniano, para reconectarse con un lenguaje ciertamente lleno de misterios, pero misterios que no son diferentes de los de los cuentos, leyendas, mitos y terrores de la infancia, una lengua que no le tenía miedo a la poesía, una lengua que no necesita del sin sentido para crear misterio, pero que es misteriosa por su sentido mismo. Contribuyó al nacimiento de numerosos espacios institucionales, dentro de los cuales muchos de nosotros adquirimos la cultura teórica que necesitamos para ser analistas, para crear esos vínculos de trabajo y amistad que hacen comunidad y, en definitiva, aprendimos lo que pudimos de esta profesión.
Pero un psicoanalista no es sólo un escritor, un investigador o un enseñante cuyo aporte y valor de transmisión podrían captarse en los libros que quedan o en las palabras que se conservan. Ser psicoanalista se realiza en el acto psicoanalítico, y por tanto en el secreto de las curas, siempre entre dos personas unidas por un pacto de palabra que les es absolutamente específico. Por tanto, para dar cuenta de la originalidad de un psicoanalista, de su importancia para la práctica del psicoanálisis, no podemos hacer nsda mejor que hablar desde el punto de vista de la propia experiencia como analizante. Lo que Gérard Pommier fue para la historia, lo que quiso ser desde el momento en que quiso ser analista, se confunde con lo que hizo como analista con sus analizantes y particularmente con aquellos que se convirtieron en analistas y por tanto extendieron a su práctica algo que habían aprendido con él. Por eso quisiera ofrecer aquí un testimonio de mi experiencia como analizante, un testimonio realizado a posteriori, por supuesto, por una persona que aprendió de este análisis lo esencial de lo que necesita saber para ser a su vez analista. Que aprender mi profesión se confunda con aprender la propia alegría de vivir, eso ya dice algo del privilegio de esta profesión, que por lo demás está bastante mal vista…
Este testimonio no será sólo un homenaje; También será una reflexión sobre el régimen particular de duelo que nosotros, los psicoanalistas, encontramos cuando nuestro analista muere. Se tratará entonces del duelo del analista, que Lacan colocó en el centro de su reflexión sobre el final de la cura[1], pero en el doble sentido, genitivo objetivo y subjetivo: duelo que se hace por su analista que ha muerto y duelo que hacemos como analistas. Duelo particular cuando es el de un analista con el que se ha terminado su análisis, porque es en definitiva un segundo duelo, un duelo último. Espero que en el fondo de esta reflexión aparezca el rostro de Gérard Pommier, en su particularidad insustituible, como un retrato o un boceto, dirigido tanto a las personas que lo conocieron como a aquellas, mucho más numerosas, que no lo han conocido y a quienes me gustaría dirigir estas pocas líneas.
Del duelo al deseo: un análisis con Gérard Pommier
He amado inmediatamente a Gérard Pommier. Esto, por supuesto, no es sorprendente: el psicoanálisis es en muchos aspectos una terapia por el amor (y quizás también una terapia del amor). Pero el fenómeno no es menos extraordinario por ser tan común. Sin este amor no sería psicoanalista, no habría escrito y no sería capaz de amar.
Sin Gérard Pommier, no habría comprendido la necesidad del psicoanálisis de renovarse, de reinventarse, siempre con los demás. Sin él, no habría entendido la importancia del compromiso político, ni el peligro de quedar confinado dentro de la doxa teórica dominante. Sin él, no habría comprendido el interés de la causa feminista: Gérard Pommier denunció, en un arrebato febril, los hábitos machistas dentro de nuestra disciplina y la necesidad de cambiar estas malas prácticas. Pero, sobre todo, Gérard Pommier me enseñó que el único deseo que cuenta es el deseo que se convierte en acto. Lo demostró a lo largo de su vida con su deseo de ser analista, deseo que me transmitió con el ejemplo de un compromiso sincero y radical con el psicoanálisis. Gérard Pommier no quería ser analista: lo era. Y en el encuentro con este deseo decidido, pude decidir el mío.
Pero no es a través de la identificación que pasa el deseo, y en particular el deseo de analista, se manifiesta: se construye en la cura, llega primero como una sorpresa y luego se convierte en una necesidad. En “Construcciones en análisis”, Freud hace una analogía entre arqueología y trabajo analítico: el analista añade las piezas faltantes a la historia de su analizando, así como el arqueólogo reconstruye los objetos de la antigüedad a partir del ensamblaje de los restos; pero así como el objeto antiguo nunca será completamente reconstituido, de la misma manera los vacíos en la historia nunca serán completamente colmados [2]. El objetivo, en una cura, no es establecer algo definitivo, fijo, irrevocable, sino construir una nueva visión de la propia historia y de la del mundo, para poder habitarla de una manera más inventiva y satisfactoria.
Si tuviera que extraer el hilo conductor, identificar el eje central de mi análisis con Gérard Pommier, diría que la relación entre pérdida y deseo marcó nuestro encuentro. La cura fue para mí un largo proceso de duelo: duelo por los sueños imaginarios, duelo por el ideal, el falo [3] y los objetos edípicos (los padres y sus sustitutos), primero, duelo por las personas queridas, que he perdido a lo largo de los años. Si, desde el punto de vista del inconsciente, la realidad psíquica no se distingue de la realidad actual, el analizante experimenta también separaciones efectivas, abandonos y muertes reales. Quizás en ningún lugar surge con mayor claridad y crueldad que en la muerte el problema de la relación entre la realidad psíquica y la realidad ordinaria.
Cada cura es sólo una historia de duelo, de reencuentros, de invenciones de objetos, objetos reales o imaginarios, personas, cosas, abstracciones… Cada cura opera sobre la misteriosa relación entre el objeto perdido (fantástico o real) y los nuevos métodos de recuperación. inversión de objetos. Es imposible separar la cuestión de la pérdida de la del deseo, pues aunque su relación es compleja, no siempre es lógica.
Hoy que Gérard Pommier ya no está, mi deseo de ser analista persiste. Y mi deseo de analista lleva siempre la huella de su presencia. Este deseo se formó, con él, a partir de pérdidas e invenciones, de duelos y de nuevas catexias, porque como decía Freud, los objetos del deseo son siempre inestables, mutantes, contingentes.
Si Freud dijo en varias ocasiones que el inconsciente no conoce la muerte [4], también insistió en la dificultad de catectizar los objetos del mundo, cuando el sujeto pierde a un ser querido [5]. Yo misma experimenté este estado cuando perdí a mi padre y a mi madre, pero, gracias al trabajo de duelo que pude realizar durante mi análisis, siempre logré no perder el deseo que me conecta con la vida, lo que Lacan llama “ el Trieb más fundamental[ 6]”, el que me permite investir los objetos del mundo y realizar actos, como trabajar, escribir y amar. Pero ¿qué pasa cuando el objeto perdido es el propio analista? ¿No cuando destronamos al analista de su posición ideal, o de su función como gran Otro salvador y sustituto, ni cuando decidimos (consciente e inconscientemente) abandonarlo porque el análisis está terminado, sino cuando el analista muere? ¿Cómo pensar el trabajo del duelo, cómo poder realizarlo sin la persona que, hasta entonces, lo había hecho posible? Este texto también da testimonio de esta cuestión aún abierta y, sin duda, contribuye a explorarla. En él se mezclan duelo y deseo, muerte del objeto e inmortalidad del deseo.
No-necrologia
Esto no es una necrologia. Una necrología debería recordarnos que Gérard Pommier, nacido en Marsella el 17 de agosto de 1941 y fallecido en París el 1 de agosto de 2023, fue psicoanalista, psiquiatra y profesor universitario. Daría información sobre su formación, su trayectoria, sus principales tesis, sus logros institucionales más notables, en definitiva todo lo que es la historia sobre él más allá de su existencia cotidiana. Para resaltar la importancia de su práctica y su obra en la historia del psicoanálisis (particularmente en Francia), es necesario restaurarlo en su contexto, volver sobre sus momentos fundacionales, compararlo con otras trayectorias, hablar de alianzas y rupturas, identificar los problemas profundos. Detrás de esta historia más o menos turbulenta en la superficie, hablar de sus contribuciones al campo teórico, al campo clínico, al campo institucional y político. Para ello se necesitaría un historiador profesional del psicoanálisis (cosa que no soy). Desgraciadamente, quienes ocupan hoy esta posición en Francia, con toda probabilidad, no harán nada de esto.
Las disputas que han agitado al mundo psicoanalítico en las últimas décadas continúan sin cesar. La muerte no frena el resentimiento de las personas hacia los demás. Ni siquiera los difuntos quedan exentos: deben expiar las faltas de los vivos. Entonces, para no hablar de su muerte, actuamos como si Gérard Pommier nunca hubiera existido; actuamos como si no hubiera sucedido, diría Freud [7]. ¿Muerte de Gérard Pommier? Un no-evento. No se trata de una indiferencia cualquiera: “Por cierto, ¿viste que Pommier ha muerto? – Ah, aquí. Tenía que suceder. ¿Me pasas la sal?[8]” Es una indiferencia apasionada, un silencio con la boca llenas llena del aire de estas palabras que uno no quiere soltar, es una mirada que huye y un bochorno que se escabulle.
La no-necrología de Gérard Pommier dice algo sobre la historia del psicoanálisis y su estado actual. Este silencio todavía habla. Pase lo que pase, el nombre de Pommier pertenece ahora a la historia del psicoanálisis. No sólo formó a un gran número de psicoanalistas, entre los que me incluyo, sino que dejó una obra importante, traducida a varios idiomas, y que asegura la transmisión del psicoanálisis post-lacaniano a las generaciones futuras.
Ciertamente, Gérard Pommier no era un psicoanalista cómodo. No se afilió fácilmente a los grupos que aún hoy reinan en el mundo del psicoanálisis. No disfrutó del (pequeño) poder que dan las alineaciones sin riesgos. No escribió libros para interpretar al hijo diligente de papá Lacan. Y, sobre todo, nunca actuó como un maestro psicoanalista, y menos aún como un maestro psiquiatra: en lugar de jugar la carta de autoridad que le otorgaba su condición de psiquiatra licenciado y psicoanalista reconocido, prefirió derribar la casa en los lugares donde el “discurso del amo [9]” se había establecido, ya fuera en el ámbito psicoanalítico o en otros lugares [10].
Desde su exclusión, en los años 1980, de la mayor asociación psicoanalítica lacaniana, la École de la Cause Freudienne, hasta los recientes escándalos que estallaron en el departamento de psicología de París-VII [11], Gérard Pommier ha demostrado que un psicoanalista no es tá obligado a limitar su acción a su consulta. Pero sus compromisos políticos nunca obstaculizaron su actividad como psicoanalista y escritor. Recuerdo que una vez, durante mi análisis, ante una queja mía por los demasiados compromisos que había asumido y que no lograba cumplir, me había dicho: “No te preocupes: el tiempo es prorrogable». ¡Gérard Pommier fue él mismo la prueba de que su máxima era válida al menos para una persona! Extraña convicción en el poder del deseo: incluso el tiempo debe inclinarse ante él.
Pero esto no es una necrología. Así que me gustaría retener de este rasgo lo que ocurrió en mi propio análisis. No sé si mi alejamiento de las escuelas y de los lugares institucionales de psicoanálisis, mi disgusto ante cualquier posición de poder, y sobre todo mi compromiso por un psicoanálisis atento a las experiencias psicóticas y a las preguntas provenientes de grupos minoritarios contemporáneos, es el fruto de mi identificación con Gérard Pommier, o bien un rasgo específico de mi deseo que mi análisis me habría ayudado a fortalecer. Quizás fue mi deseo, siempre ya de orientación política, lo que me llevó hasta Gérard Pommier. Poco importa. Freud, en contra de cualquier enfoque ideal de la transferencia, demostró que la identificación y el amor podían superponerse fácilmente [12]. Ahora bien, la clarificación del propio deseo, que permite el análisis, se hace precisamente por medio y en el elemento del amor.
Dado que todo deseo es deseo del Otro, como enseña Lacan [13], es difícil saber de dónde viene y cómo se construye el objeto del deseo, objeto que es, para Freud, contingente. Lo mismo ocurre en la relación entre analista y analizante, especialmente cuando esta última quiere convertirse en analista. Esta capacidad de renunciar a apropiarse del propio deseo, a conmensurarlo con su persona social, esta energía que permite sostenerel equívoco, del “yo” o del “Otro”, es uno de los efectos más apreciables que podemos esperar de la cura.
Gérard Pommier, analista post-lacaniano
Gérard Pommier fue alumno de Lacan, fue su analizante. Pero era un lacaniano algo diferente, hasta el punto de que algunos de sus colegas ya no lo considerarían discípulo del maestro. Si la mayoría de los psicoanalistas de su generación se centraban sobre todo en la exégesis del texto y en la transmisión de sus pensamientos del modo más puro y fiel, a menudo de modo admirable –pienso, por ejemplo, en los textos de Colette Soler-. , seguramente uno de los mejores comentaristas de Lacan -, Gérard Pommier, sin rechazar la enseñanza de Lacan (la creación en 1996 de su revista, bajo el título La Clinique Lacanienne, muestra claramente que nunca renunció a esta referencia), prefirió utilizar menos jerga y lenguaje más personal para interrogar al psicoanálisis, un psicoanálisis anclado en la clínica [14], la sexualidad [15], la cultura (poesía, filosofía, etc.)[ 16], cuestiones contemporáneas, como la evolución de los movimientos de extrema izquierda, el activismo político. y feminismo [17].
Gérard Pommier comprendió el peso del legado de Lacan para el psicoanálisis futuro, la dificultad para salir del hechizo de su lenguaje, compuesto de eslóganes, juegos de palabras, neologismos y paradojas, respaldado por una cultura incomparable y una comprensión de los textos académicos más sutiles de su época, desde la lingüística hasta las matemáticas, pasando por la antropología y la filosofía. Comprendió que el psicoanálisis terminaría en un callejón sin salida si seguía disfrutando de su vertiginosa complejidad, incomunicable a los no seguidores, autoerótica, con el pretexto de tener, en este lenguaje maestro, un mundo completo y autosuficiente.
¿Cómo podemos entonces empezar de nuevo el psicoanálisis –después de Lacan? ¿Cómo evitar detenernos en el circunloquio, en la repetición del eslogan, en el simple comentario lineal? ¿Cómo podemos extraer todos los beneficios de la enseñanza de Lacan, alcanzar el objetivo de su enseñanza y su transmisión, mostrándonos al mismo tiempo capaces de tomar otro camino? ¿Cómo, en resumen, llegar a ser post-lacaniano? Porque podemos distinguir el neo-lacanismo, que consiste en una reactivación literal del mensaje del Maestro, y el post-lacanismo, que consiste en una invención original basada en el acontecimiento Lacan, una invención que nos permite redescubrir el psicoanálisis.
Creo que podemos responder a esta pregunta diciendo lo siguiente: Gérard Pommier supo realizar un auténtico post-lacanismo, abandonando la obsesión por las fórmulas matemáticas, la lógica, la topología y el sinsentido, sin renunciar por ello al equívoco. Porque si hay inconsciente es porque decimos más de lo que decimos: lapsus, ocurrencias, errores, síntomas, sueños, etc. Básicamente, Lacan habrá hecho de esta resistencia del signo al sentido el punto de partida obligado para cualquier renovación de la interrogación del inconsciente en una época marcada por propuestas estructuralistas. Esto lo llevó a enfatizar el sinsentido, el significante, la letra, para cortocircuitar lo que, en el discurso de los pacientes, puede parecer bla-bla (bla-bla muy a menudo controlado remotamente por lo que los pacientes creen saber sobre el psicoanálisis: “mi problema con mi papá, mi mamá”, etc.).
En una época en la que la clínica lacaniana “imponía” a los psicoanalistas acortar las sesiones, a olvidar las interpretaciones, en una especie de pánico ante todo lo que, en palabras del analista y del analizante, podría tener sentido, en una especie de minimalismo psicoanalítico de matriz modernista, o de inspiración conceptual (en el sentido de arte conceptual), Pommier pareció desechar con un gesto impaciente toda esta liturgia, para volver a las grandes interpretaciones, a menudo edípicas, que habían cansado incluso a los propios psicoanalistas: “Es tu papá, es tu mamá. » Demostró que estas interpretaciones ciertamente tienen sentido, por supuesto, pero no necesariamente fijan el significado, o al menos, nos permiten seguir profundizando en el deseo, aunque sea remando en el sentido, hasta que el síntoma del que se queja el paciente, llegue a desvanecerse o a cambiar de registro.
Interpretación que tiene sentido (en el duelo): un ejemplo clínico
Me gustaría tomar aquí un ejemplo que muestra además que el sentido y el duelo están vinculados, aspecto clínico que también subrayó Lacan en el último capítulo de su seminario sobre la Transferencia, “El analista y su duelo” [18].
Mi análisis con Gérard Pommier había concluido hacía varios años. En 2021, sin embargo, decidí retomar lo que llamamos una “tranche”, con él por supuesto (¿con quién más?), tras la muerte de mi madre el año anterior. Su muerte había reactivado mi síntoma bulímico, me costaba mucho escribir, por no hablar del deseo de morir que se manifestaba desagradablemente en impulsos repentinos de arrojarme debajo de un coche cuando iba en bicicleta por París (ciudad a la que no le faltan amplias oportunidades para tales fantasías). Pero lo que más me preocupaba era menos la muerte bajo los neumáticos que el aumento de peso: ¡cinco kilos, qué horror! Esto me resultaba insoportable y me hacía infinitamente infeliz.
Recuerdo que, durante mis primeras sesiones, insistí mucho en la culpa que sentía por no haber asistido a mi madre como debía, en los días previos a su partida, a pesar de que nuestra relación había sido casi perfecta durante muchos años. ¿Cómo había podico abandonarla? ¿Cómo había podido irme de vacaciones con mi amiga si ella no se encontraba bien? ¿Por qué esperé otras dos semanas antes de ir a verla a Bolonia, cuando ella se quejaba todos los días y expresaba grandes deseos de verme? Yo que le debía todo, a quien ella se lo había dado todo, cuando sólo me tenía a mí, y siempre me había amado más que a nada en el mundo… ¿Cómo, después de todos estos años de análisis, había podido ser tan egoísta, tan ingrata con ella? Y una vez en casa, boom, seguí devorando todo lo que encontraba en la nevera. De semana en semana, los kilos se acumulaban en la báscula, junto con la desesperación en mi corazón.
Estaba perdida, mi cuerpo se deformaba y mis textos no aumentaban ni una sola línea… Continué el estribillo durante la sesión, hasta que Pommier arriesgó una interpretación: “Deberíamos suavizar esta rivalidad con tu madre. ” ¿Qué? ¿Qué había dicho? ¿Esstaba Pommier completamente equivocado? Me pareció que no entendía nada: mi madre y yo caminábamos en perfecta armonía desde hacía años; ella nunca había mostrado la más mínima rivalidad conmigo; si alguna vez había mostrado un poco de preocupación en el pasado, había estado muy orgullosa de mi carrera durante mucho tiempo, me tenía mucha estima; y yo, por mi parte, había aceptado durante años (gracias al análisis) que nunca tendría un hombre tan perfecto como mi padre, es decir un hombre totalmente enamorado de mí como él lo había estado de mi madre, como no podría ser de otro modo… En resumen, no había rivalidad entre mi madre y yo. Sólo un viejo psicoanalista obsesionado con Edipo podría hacer semejante interpretación. ¿Cómo iba a ayudarme ese viejo Pommier, con sus interpretaciones edípicas de otra época, aplicadas ciegamente a sus pacientes? Por supuesto, no le dije nada de mi indignación: lo amaba demasiado para eso. Pero era obvio que no tomé su interpretación en serio, conscientemente.
Y sin embargo, por acción del amor de transferencia, el inconsciente se abrió paso… Después de algunas sesiones, comencé a considerar al menos hipotéticamente su interpretación, es decir, a darle sentido… Pienso en ello, reflexiono, lo recuerdo de vez en cuando. Me doy cuenta de que, efectivamente, desde pequeña la lucha con mi madre la realizaba a través de la comida. Comer/no comer fue nuestro punto de desacuerdo: ella quería que comiera y yo me rebelé contra su deseo y no comí; ella quería que fuera bella y yo comía para dañar mi cuerpo y ganar peso, en un círculo vicioso sin fin. ¿Podría ser que lo que Pommier llamó nuestra “rivalidad” se hubiera expresado, en el pasado, en una lucha a muerte entre lasaña, tortellini, polenta, pizza y pastel de ricotta por un lado, versus manzanas, tomates, pepinos y yogur por el otro? (obviamente, invirtiendo los lados según los momentos). Mis atracones y ayunos después de su desaparición sugirieron que esta pelea había resurgido. ¿Con qué fin? Con el objetivo de devolverle la vida a mi madre, en mi rechazo –inconsciente– a hacer el duelo por su pérdida. ¿Rivalidad entonces? ¿Por qué no? Finalmente…
Poco después de la interpretación de Pommier, concerté una cita con mi nutricionista, que estructuró mi dieta, y empecé a escribir de nuevo, en lo que estoy segura que fue una forma excesiva, compulsiva y “bulímica”. Como por azar, empecé a escribir sobre el concepto de sororidad en psicoanálisis, una cuestión que me permitió volver sobre la relación entre madre e hija, vista bajo una nueva luz[19]. Y, por supuesto, perdí rápidamente los cinco kilos de más.
La interpretación de Pommier había surtido efecto. El síntoma se había desplazado, se había transformado, el duelo había comenzado y, al mismo tiempo, el deseo había encontrado un nuevo objeto. La lucha con mi madre no había cesado realmente, pero se había desplazado a un lugar en el que no me impedía investir nuevos objetos: ya no comida, sino frases… El duelo no consiste en devolver el objeto de amor a la nada que sería en adelante su verdad, sino al contrario, en encontrar para él una figura, una modalidad y un lugar en la estructura psíquica donde nuestro amor pueda gozar de su propia eternidad, de su indiferencia al tiempo y a la muerte, indiferencia que es efectivamente la del deseo [20].
El sentido de la interpretación de Pommier había intervenido así directamente sobre el síntoma, dejando en su lugar el equívoco inherente a la relación entre madre e hija, entre cuerpo y lenguaje, en la insistencia de la pulsión, que repite su acción pero de otra manera, desplazando sin cesar su meta y su objeto. Podríamos decir, en términos lacanianos, que el imaginario que acompaña necesariamente el sentido del decir, desde el momento en que se anudó al síntoma, o incluso fue determinado por él, ya no es el del yo, tal como aparece en el estadio del espejo de Lacan [21], sino el del cuerpo, de un cuerpo alterado por el síntoma, de un cuerpo afectado. Lo que se dice (por el analizante y/o el analista) interpela precisamente a ese cuerpo, es decir, lo transforma. Porque el cuerpo que escribe es tan cuerpo como el cuerpo que come: gracias al trabajo de interpretación, que es también el trabajo del duelo, he pasado del cuerpo alimentado a la fuerza al cuerpo escrito, del cuerpo de la boca que traga al cuerpo de la letra sobre el papel [22]. Así, con Pommier, aprendí que una clínica contemporánea, que a mi modo de ver debe ser una clínica del síntoma (y no de las fantasías o las narraciones), no tiene que temer al sentido, sino encontrar lo que, en el sentido, toca al cuerpo. Y es a través del equívoco como puede establecerse este vínculo entre el lenguaje y el cuerpo.
Homenaje
Comprobaremos, leyendo los libros de Gérard Pommier, que siempre fue un aficionado a las interpretaciones de este género. Explica así los mecanismos de subyugación política por el deseo inconsciente de ser sodomizado por el Padre [23]. El valor de tal interpretación no es una verdad afirmativa: depende de lo que harán con ella aquellos a quienes se la propone. Se ha perdido mucho sobre el sentido de la interpretación en psicoanálisis al medirla por su contenido de verdad, mientras que se basa en su eficacia pragmática. En cualquier caso, lo importante aquí es constatar que Gérard Pommier nunca decidió renunciar al sentido, y por tanto a este régimen de interpretación, y que nos legó esta obstinación[ 24]. Por supuesto, este enfoque no puede tener para nosotros hoy el mismo sentido que tuvo para Freud y los fundadores del psicoanálisis. Lacan ha estado allí. La historia también ha transcurrido.
Y, sin embargo, podemos aprender de Pommier otro uso de la interpretación, un uso que puede decirse que es auténticamente post-lacaniano. No tener que elegir entre, por un lado, hacer interpretaciones y, por otro, devolver a los analizantes a su decir literal, sino poder utilizar estos diferentes procesos con un único objetivo in mente, mover al sujeto en relación con su estribillo, esto es lo que Gérard Pommier puede enseñar, en la práctica, a los analistas –y es lo que él me enseñó a mí a través de mi propio análisis. El analista es un basurero: todo le conviene. Debe asegurarse especialmente de que nada vaya a parar al vertedero. Es, en efecto, como vio Agnès Varda en su bella película, La glaneuse et les glaneurs[25], la que se inclina para recoger lo que debía ser desechado. Pommier no tuvo miedo de agacharse. A quienes pensaban que lo hacían demasiado, sin duda les habría respondido que en psicoanálisis nunca es posible inclinarse demasiado.
Esta lección sobre las cosas que me dio, y que intento reproducir aquí lo mejor que puedo, no habría sido posible sin esta característica evidente de Gérard Pommier, que nadie puede discutirle: un deseo de análisis sin reservas. La libertad que tenía Gérard Pommier como analista estaba sostenida por la seguridad que le daba este deseo que ninguno de sus analizantes podía dejar de sentir, como se siente el aliento de un animal al que uno se acerca íntimamente. La ley de vida y de compromiso de Gérard Pommier era la del deseo, de un deseo que se convierte en acto. Su originalidad, su valentía, su espíritu rebelde y alegre acompañarán para siempre al psicoanálisis. Tuve la suerte de estar a su lado hasta el final, porque fue hasta el final que lo amé con alegría y gratitud.
Me dijo un día que me quejaba de que me habían excluido de alguna institución, que si no entraba por la puerta, entraría por la ventana. Si saliste por la ventana, querido Gérard Pommier, no tengo ninguna duda de que volverás por la puerta. En el umbral de esta puerta estoy.