Luigi Burzotta

Entre voz y escritura, el nombre propio está más estrechamente vinculado a la escritura. Seguramente, el efecto de sello que el nombre propio imprime al discurso hablado, a veces por su mera pronunciación, demuestra que el modo de la escritura caracteriza algunos episodios del discurso vocal.  

La compleja conjugación de letras que es la base para la formación de juegos de palabras y chistes requiere en esos momentos, entre quienes hablan y quienes escuchan, la apertura de un espacio en el que, como en un pizarrón ideal, las letras se escriban para ser leídas en las combinaciones más sorprendentes. 

Este mismo modo de escritura parasita el pensamiento en las obsesiones y las fobias, impidiendo el funcionamiento de manera lógica, o produciendo estos efectos directamente en el cuerpo de la histérica, sin relación con la funcionalidad orgánica. Deben ser leídos como material lingüístico. 

Con referencia a estas producciones, “escritura” quiere decir entonces algo diferente del arte de escribir, pero implica esta misma operación, este modo que informaba en su origen la producción de la escritura misma: cuando ser escriba quería decir estar capacitado para el arte del desciframiento.  

El hecho de que el nombre propio esté relacionado con este modo de escritura en estado incipiente es lo que nos informa sobre el papel que el nombre propio ha tenido en el desciframiento de la escritura jeroglífica; gracias a la particularidad que tiene, como lo recuerda Lacan, de no traducirse de una lengua a la otra.

“… el nombre propio, en tanto especifica como tal el enraizamiento del sujeto, está más espacialmente ligado que otro, no a la fonetización como tal, sino a lo que ya en el lenguaje está listo, si se puede decir así, a recibir esta información del rasgo”.   

En el seminario “La identificación”, Lacan elabora la doctrina del “rasgo unario”: el rasgo significante que, al repetirse, imprime la marca de la identificación y constituye para el sujeto el Ideal del Yo. 

El nombre propio es el punto de arraigo que subtiende, cubre y a la vez designa este lugar vacío de una escritura perdida. Cuando el sujeto se puso en el dedo el anillo de “aquella vez con el punzón de aquella vez”. Cuando” esa marca, que es la marca única del surgimiento original de un significante original que se presentó una vez en el momento en el que el punto, el algo de lo Urverdrängt en cuestión ha pasado a la existencia inconsciente”. (J. Lacan, La identificación, 10.01.1962). De modo tal que, para Lacan, el nombre propio es irreemplazable: […] “es decir que puede faltar, que sugiere el nivel de la falta, el nivel del agujero y que no es en tanto que individuo que yo me llamo Jacques Lacan, sino en tanto que algo que puede faltar, mediante lo cual ese nombre irá ¿hacia qué?, a recubrir otra falta. El nombre propio es una función volante, si podemos decir, como se dice que hay una parte de lo personal, de lo personal de la lengua en este caso, que es volante: está hecho para ir a colmar los agujeros, para darles una falta apariencia de sutura”. (J. Lacan, Problemas cruciales para el psicoanalisis, 06.02.1965).  Este punto de sutura, en el discurso, se presenta cosido en el interior y en el exterior, como en una media de seda, según la topología de un objeto, la botella de Klein, cuya superficie sigue un curso continuo, de modo tal que el interior-exterior y el exterior-interior se superponen.  

El olvido de un nombre propio es el descosido de ese punto, en virtud del cual lo que estaba en el exterior desaparece en el interior y algo del interior adviene en el exterior. 

Se comprende entonces la invitación de Lacan a considerar este fenómeno del olvido como un mecanismo de la memoria, puesto que en su agujero “se produce una metáfora, se producen sustituciones, pero una metáfora bien singular, pues es el anverso de aquella que les he articulado como función: función creadora de sentido, de significación”.

Freud inaugura la “Psicopatología de la vida cotidiana”, de 1901, con un capítulo enteramente dedicado a uno de sus olvidos, el del nombre de Signorelli, que ocurre durante un viaje en carroza de Ragusa hacia algún lugar de Herzegovina, en compañía de un extranjero. Durante una conversación, Freud le pregunta a su compañero si, de viaje por Italia, ya fue a ver en el domo de Orvieto los célebres frescos del pintor… A pesar de todos sus esfuerzos, no logra recordar el nombre del pintor, en tanto que se le presentan en su memoria, con insistencia, nombres sustitutos, Botticelli y Boltraffio, que de inmediato reconoce como erróneos. Freud nos asegura que el nombre del pintor Botticelli le resulta tan familiar como el nombre olvidado del pintor Signorelli, y que el de Boltraffio le es incluso menos familiar; la causa del olvido no puede por lo tanto atribuirse a la falta de familiaridad con el nombre. Por el contrario, hay que buscarla en el tema inmediatamente anterior a aquel donde se produjo el olvido, que se explica como una perturbación del primer tema sobre el segundo. 

Inmediatamente antes, Freud había hablado de las costumbres de los turcos en Bosnia Herzegovina, quienes, según una anécdota contada por un médico que había ejercido en esas regiones, muestran una resignación singular ante la muerte. Cuando el médico anuncia que no se puede hacer nada más por el paciente, le responden: “Señor (Herr), nada que decir. Sabemos que si hubieras podido hacer algo, estaría hecho, él estaría curado”. En este momento de su relato, Freud había bruscamente cambiado de tema, poniéndose a hablar precisamente de los viajes a Italia. 

La frase mencionada en el relato tenía en simetría otra frase, no hablada, con la misma estructura que la primera y exactamente el mismo contexto, relacionada con las costumbres de estas mismas poblaciones que, contrariamente a la resignación ante la muerte, ceden a la desesperación ante los trastornos sexuales: “Sabes bien, Herr (Señor), que cuando ya no va más, la vida no tiene ningún valor”. 

Como se puede ver, ambas frases se relacionan una con la otra, de modo tal que la primera prepara y a la vez completa la segunda. 

Lo que impide a Freud continuar no es tanto su contención cuando se trata de hablar de ciertos temas con un extranjero, sino más bien la tendencia, presente en ese momento, a rechazar todo argumento que insistiera en la relación entre el tema de la muerte y el de la sexualidad; la conexión íntima entre ambos temas había sido objeto de una conversación entre Freud y su amigo médico, como comentario de esta anécdota en la ocasión en que le había sido relatada.

La contención aparece recién en ese momento y debe explicarse como un medio, un rebusque, al que apela Freud para no dar todo su discurso, en un momento en que está bajo el efecto de la noticia que recibió en Trafoï poco antes del viaje, que uno de sus pacientes “un enfermo, que le había dado mucho trabajo, se había suicidado, porque sufría un trastorno sexual incurable”.  

Una nota, presente en la primera versión del texto, el artículo de 1898, agrega además que Freud ya había asumido la anécdota y la había contado en otras ocasiones. 

En particular, Freud la había contado a otro amigo médico, enfrentándose esa vez al olvido del nombre de “quien le había relatado toda la historia de Bosnia”.   

La nota en cuestión, con esos elementos importantes, desaparece en la versión definitiva del escrito, de 1902, y se pierde entonces el rastro de este colega Pick, a quien Freud reemplaza como narrador de la historia que tanto lo impactó. Un rasgo que hace que Freud se identifique con su amigo médico se encuentra, en el texto de la anécdota, en ese “Herr” repetido en las dos situaciones, como apertura del discurso de dos personas diferentes, plantado como un signo del respeto debido a la dignidad del médico. 

De este modo, Freud cambia en ese momento la verdadera identificación, ligada a su propio nombre, con una falsa, relacionada con la imagen del amigo, y en consecuencia queda totalmente pegado al aspecto de la imagen: “… pude representarme las pinturas con sensaciones más vívidas de lo que puedo habitualmente; y con una particular agudeza aparecía ante mis ojos el autorretrato del pintor – el rostro grave, las manos cruzadas-, que colocó en el ángulo de una pintura…”  

Si la imagen del pintor emerge a la luz en el agujero perforado por la desaparición del nombre, es porque tanto uno como el otro le conciernen: él, Freud. 

La representación gráfica de las letras como en un pentagrama sugiere a Lacan la metáfora de un punto descosido con partes del hilo que desaparecen y otras que emergen. Pero también la precisión de que solamente las letras que preceden a “o” pasen por debajo. Esta última letra queda en posición emergente, ya que es la misma “o” puesta en evidencia por el “Bo” de “Botticelli”, tan cercano a “Signorelli”, a “Boltraffio” y a “Bosnia”, acoplado a “Herzegovina”, que contiene a su vez el “Herr”. 

              Signor elli                             Bo   tticelli                                     Bo     ltraffio

    Her  zegovina       e          Bo   snia

Signore,   che ho da dire? ecc.

                                                                                                              Trafoi

                    Morte e sessualità

                                                             ( Pensieri rimossi )

“Ese Herr del cual se trata… que conserva todo su peso, que no quiere dejarse ir más lejos en la confidencia, es él, identificado a ese personaje médico y que se tiene en guardia con algún otro”. en esta identificación “él pierde algo como su sombra, su doble, que no es tanto, como lo dice el texto, el Signor (…) En cuanto a mí, más bien me vería llevado a ver que la “o” de Signor no está de ningún modo perdida, e incluso está redoblada en ese Boltraffio, ese Botticelli… a pensar que es el sig, que es tanto el signans como el  SIG[mund Freud]”.

Capturado por una imagen, Freud larga las amarras que vinculan el sujeto al nombre propio y se aventura fuera de sí mismo. Pero de inmediato pierde su orientación, ya que la imagen a la que se abandona, por su consistencia de espejismo, no puede más que llevarlo a la deriva. 

La fuerza de captura no reside propiamente en la imagen, sino mucho más en aquello que la imagen cubre: ese objeto inasible y bastante inubicable, salvo por el hecho de que ocupa espacio, bajo la falsa apariencia de lo que lo rodea, y donde causa así, como a hurtadillas, el deseo. 

El objeto que se vislumbra de una imagen a la otra es la “mirada” que pulveriza la imagen fortuita y engañosa del amigo reservado, instalando la del pintor Signorelli, reflejo de lo perdido. “El verdadero cuadro, es mirada”, dice Lacan. Y desde un ángulo del fresco, uno de los del ciclo de fin del mundo de la catedral de Orvieto, allí donde se recorta claramente el recuerdo del autorretrato del pintor que lo mira fijamente, emerge ese punto desde el cual él se mira, en simetría al desde el cual él se ve. Desde su punto de observación, Freud se ve mirarse por …orelli: es decir que se ve mirarse desde el punto de desaparición de su propio nombre, SIG, Sigmund F., que es el punto mismo de su identificación. 

El punto desde el cual se ve, no es el mismo punto desde el cual se mira. La imagen de sí vista en la del pintor le dice: el nombre se ha perdido. Agujero causado por la desaparición del nombre, torbellino de la falta, recién al final este mismo nombre es escupido, no sin haber pasado por esta zona donde la significación de la muerte asumida llega a ser. 

Traducción Silvia Wahl