Néstor Braunstein
Abordaré ciertos aspectos que permiten contraponer las figuras de dos gigantes literarios del siglo XX que son James Joyce, el excelso novelista, y Antonin Artaud, el polígrafo que nunca escribió un relato aunque sí dos obras teatrales y varios guiones cinematográficos. Maravillosos ambos en sus radicales diferencias tanto desde el punto de vista clínico como literario e histórico. Insistiré en un punto específico : la relación que ambos guardaron con el significante de sus nombres propios, el de James Augusta Aloysius Murray Joyce y el de Antoine Marie Joseph Artaud (Antonin Artaud) hijo de Antoine Roi Artaud. Partiendo de esa relación con el nombre podremos vislumbrar la contrastante relación que guardaron a lo largo de sus vidas y expresaron en sus obras con la familia de la que procedían, con el reconocimiento póstumo que asignaban a sus obras y con el uso que de ellas harían los estudiosos y eruditos del futuro.
Desde el punto de vista clínico y en una perspectiva derivada de Freud creo que todo “diagnóstico” que se haga de ellos es una reducción al discurso de la medicina que, rotulándolos, suprimiría la diferencia radical entre ambos. Podrá Lacan preguntarse si Joyce estaba loco o no para agregar a continuación que la mayoría de nosotros lo está. Podrán todos, Lacan incluido, coincidir en la locura de Artaud aun cuando lo exalten como genial.
Lacan, en 1975, definió a Joyce como un “desabonado del inconsciente”. Es discutible: yo diría que más bien es Joyce el más decidido portavoz del inconsciente a partir de su obra escrita y de cuanto se sabe de su vida. Joyce es el inverosímil autor e inventor de una escritura sin precedentes. Trata con ella de hacerse un nombre, no porque el nombre le faltase o porque el nombre del padre fuese insustancial o insuficiente para él (“¿forclusión de hecho?”) sino para dar a su padre, John Stanislaus Joyce, el renombre que por su indolencia y su embriaguez consuetudinaria había perdido. Opino que Lacan se extravía cuando dice que “Joyce valoriza el nombre que le es propio a expensas del padre. Es a ese nombre al que él ha querido que se rinda el homenaje que él mismo rehusó a quien sea”. El irlandés Joyce se exilia en Europa para “modelar en la forja de su alma el espíritu increado de su raza”, no solo la de su familia sino la de su nación colonizada por el imperio. Su obra es la búsqueda perpetua, consciente, voluntaria, de la originalidad. Nunca deja de soñar con la inmortalidad de su nombre, aun cuando sea recogiendo las banalidades de los anónimos habitantes de su ciudad convirtiéndolas en “epifanías” trascendentales (Stephen Hero, 1903) de las que él mismo se burlaría (Ulysses, 1915) sin haber publicado aquella primera novela, cosa que sucedió póstumamente, en 1944. El camino de Joyce no conoce de interrupciones. “El exilio, la astucia y el silencio” son las vías que elige para hacerse reconocer por una obra que culmina en el libro más ilegible e intraducible que se haya escrito, la impugnación más rotunda de cualquier literatura convencional. Sin embargo, en lo personal, nada de lo “neurótico” le es ajeno. Las formaciones del inconsciente, su dependencia de los demás a los que constantemente formula demandas de ayuda, la relación pasional con su única mujer, la investigación minuciosa de sus propios sueños, la comisión de actos fallidos y la interpretación de los mismos, la aspiración a la fama y al reconocimiento, soñando con los universitarios que se ocuparían de él durante 300 años tratando de descifrar qué fue lo que quiso decir o qué mecanismos llevaron a la fabricación de los vocablos poliglóticos del Finnegans Wake en la que trabajó sin tregua durante años, una work in progress, con la que esperaba inmortalizar su espíritu, su inteligencia, su erudición. Vivía pasionalmente la relación con su familia, tanto para glorificar al apellido Joyce como para distanciarse del hediondo apellido Murray, el de su madre. Y no solo la familia de la que procede sino también la de sus sucesores. Sabemos que prácticamente ofrendó su propia vida (en 1941) para salvar a Lucía, la hija esquizofrénica, en los tiempos de la ocupación alemana de Francia, cuando ella estaba internada en un manicomio (al mismo tiempo que Artaud lo estaba). Sabemos también de su ánimo conmovido al nacer su nieto, casi al mismo tiempo en que su padre moría (cf. el bello, emotivo y breve poema Ecce puer escrito en 1932), mientras escribía la más a-pática de las novelas, el Finnegans Wake). ¿Desabonado del inconsciente”, o su vocero, interesado en desarmar las convenciones del saber “ortonoico”, de los llamados “normales”, a los cuales la nomenclatura psicoanalítica y psiquiátrica tradicional etiqueta con el absurdo nombre de “neuróticos”? Si, siguiendo a Freud, reconocemos que hay “ortonoicos” que se pliegan a la realidad y “paranoicos” que la desmienten, Joyce sería un “metanoico”, alguien que reconoce la realidad y se empeña en modificarla de manera aloplástica, produciendo una obra que denuncia y sustituye a la realidad convencional en sus novelas y poemas.
La cuestión del nombre lo obsesiona. En otros textos me he ocupado de las vicisitudes de la relación de James Joyce con su nombre y con su posteridad. Joyce se envanecía de sus ancestros célticos y adoraba a su padre mientras que abominaba del apellido de la madre. El retrato al óleo de su padre lo acompañó en todas sus mudanzas. A través de su obra escrita, el padre y la raza a la que él pertenecía se harían inmortales. Con el Finnegans Wake, decía, “tendría a los críticos ocupados durante 300 años”.
Si considero de interés establecer esta relación de Joyce con su nombre propio y el de Antonin Artaud es para subrayar las enormes diferencias que separan a estos dos máximos exponentes de la aventura de vulnerar los límites del lenguaje hablado y escrito en el siglo XX. Joyce decidido a perpetuar a sus ancestros y darles fama trascendente, Artaud totalmente despreocupado del lugar que ocuparía, renunciando a su nombre propio, cambiando su apellido en los momentos de la locura y considerándose desde siempre y por siempre muerto, apasionado por el anonimato, firmando algunos de sus mayores escritos con el astronímico ***, ocultándose de los reflectores de la notoriedad.
Conviene investigar – decía – la relación del hijo de un empresario naval, Antoine Roi Artaud (¿Roi Arthur?), con ese chico (Nanaqui, le Mômo, siempre el pequeñin) que pasa a la historia de la literatura con un diminutivo, Antonin, para destacar su diferencia con el monarca, el acaudalado burgués que había presidido su engendramiento. Artaud, hasta el momento de esa muerte, en 1924, dice haber padecido, durante 27 años, el odio oscuro al Padre (du Père, subrayo el genitivo). Se sabe que la madre de Antonin Artaud procedía de una familia de ricos comerciantes grecoturcos de apellido Nalpas y que sus dos abuelas, hermanas entre sí, llevaban ese patronímico al que debían renunciar por las leyes de la nominación: Euphrasie Nalpas se transformó en Mme. Artaud-Nalpas. En los momentos de máxima disociación de sus facultades mentales, de mayor disgregación de su identidad civil y especular, durante los años de malvivida reclusión en el manicomio de Rodez, el poeta firmaba sus cartas con el nombre de Antonin Nalpas. ¿Qué valor podía tener el nombre propio de alguien que a los cincuenta años podía aludir al “misterio que hay en mi vida, señora Marthe Robert, cuya base es que yo no he nacido en Marsella el 4 de septiembre de 1896, sino que yo pasé por allí ese día, viniendo de otra parte, puesto que en realidad nunca he nacido y en verdad no puedo morir”. En su adolescencia, en un colegio religioso (de maristas, el de Joyce era de jesuitas) funda una revista: en ella escribe firmando con un seudónimo (Louis des Attides). A los 18 años destruye todo lo que había escrito. Antes aun de cumplir los 20 años es internado por primera vez en una casa de reposo para “neurasténicos”; cuando empieza a publicar con su nombre lo hace abominando de su propia escritura y de la de los demás: “Toda la escritura es una porquería”, “Escribo para los analfabetos”, “Hay que terminar tanto con el Espíritu como con la literatura”. Joyce se dirige a la eternidad, Artaud al basurero. El primero adora a su nombre y a su padre, el segundo puede pasarse, sin siquiera servirse de él.
Las iluminaciones de Artaud son apocalípticas; puede manifestarse con un “cuerpo sin órganos”, apercibirse de una “geometría sin espacio”, abominar de esa maldición de la humanidad corriente que es “erotómana”, centrada en una sexualidad avasalladora, en el culto de la potencia fálica y preocupada por la transmisión hereditaria del nombre, la sangre, la raza y las propiedades. Él se identifica con Abelardo y paga con electroshocks que derriten su cerebro para castigarlo por el supuesto pecado de no haber permanecido virgen. Como bien dice Lorenzo Chiesa “Las obras de Artaud están marcadas por una cruzada vitalicia contra la sexualidad. Desde un punto de vista biográfico, el radicalismo estruendoso de tal ataque coincide con una abstinencia sexual deliberadamente escogida y publicitada. Artaud rechaza la sexualidad ‘en su forma actual’, critica que sea un derivado histórico, una construcción simbólica” … “Artaud cree que el hombre está completamente pervertido por una obsesión mental con el coito … para él el coito es primordialmente una perversión pues es la forma ubicua del pensamiento… un dispositivo ideológico conformista que se impone a nosotros con el fin de ocultar la carencia introducida por la división simbólica. Esta perversión estructural es lo que Artaud llama en su obra tardía la erotomanía”, tema de su archiconocida diatriba contra Lacan.
1 Lacan, J., Le Séminaire. Livre XXIII, París, Seuil, 2005, p. 89
2 Ellmann, R., Barcelona, Anagrama, 1991: James Joyce, p.521. Ellmann atribuye esta observación a una conversación entre Joyce y Benoist-Mechin, cuando este traducía a Joyce. Ellman dice haberla recogido en una entrevista con él.
3 Freud, S. [1924]: “La pérdida de la realidad en la neurosis y la psicosis”, en O.C., Buenos Aires, Amorrortu, 1979, Vol. XIX, p. 195.
4 Néstor A. Braunstein: “La clínica en el nombre propio” El laberinto de las estructuras, Helí Morales Asencio (ed.) México, Siglo Veintiuno, 1997, pp. 70-96 y “El ego de Joyce”, Helí Morales y Daniel Gerber (eds.) Las suplencias del nombre-del.Padre, México, Siglo Veintiuno, 1998, pp. 53-74. Allí comparo la relación y los avatares de los nombres de James Augusta Aloysius Murray Joyce y de Jacques Marie Émile Baudry Lacan.
5 Artaud, A.: Carta a Marthe Robert del 29 de marzo de 1946. En: Oeuvres, Paris, Quarto Gallimard, p. 1295
6 Lorenzo Chiesa: “Lacan con Artaud: Jouïs-sens, jouis-sens, jouis-sans” en: Zizek, S. (ed.), Lacan. Los interlocutores mudos. Traducción al español: Akal, Madrid, 2010, pp. 439-474. Original en inglés: Zizek, S. (ed.) Lacan: The Silent Partners, Nueva York y Londres, Verso, 2006
7 Artaud, A. Van Gogh le suicidé de la société. Paris, Gallimard, 1974 y 2001